Morir en soledad
13ABR
La lucha que estamos manteniendo contra el coronavirus tiene unos protagonistas silenciosos que no podemos olvidar. Me refiero a las víctimas que está causando. “Tenemos que trabajar unidos y mirar hacia el futuro”, “tenemos que ganar esta guerra”, “vamos a salir de esta terrible pandemia”, decimos. Pero quienes han muerto durante la crisis no podrán ni ver ni disfrutar esa victoria. Los fallecidos constituyen un tributo demasiado elevado que la sociedad está pagando para salir a flote. Una persona que hubiera fallecido, una sola, sería un precio excesivo. Pero ya son más de dieciséis mil las que ha habido en España cuando escribo. Los muertos son de todos. Nos tienen que doler a todos. Nadie debería utilizarlos como arma arrojadiza contra los adversarios políticos.
Las familias de los fallecidos nunca olvidarán esta maldita crisis. Porque les ha llevado un ser querido al que no han podido acompañar en los momentos más duros, al que ni siquiera han podido dar la mano en el último momento y al que no han despedido de manera adecuada. Han tenido que darles un adiós cruel en la distancia, una triste despedida desde lejos de ese féretro que acaso ni han visto. El enfermo se había convertido en una amenaza de muerte para los suyos y la separación era, por consiguiente, una dolorosa manifestación de amor.
Cuando he sabido que los cadáveres se acumulan en el Palacio de Hielo de Madrid porque las funerarias no dan abasto a los entierros y a las incineraciones, me he acordado de aquel estremecedor pensamiento del escritor austríaco Franz Werfel: “La muerte es la congelación del tiempo. El tiempo es el deshielo de la muerte”. Y he pensado en la tragedia de la separación del fallecido y de sus seres queridos.
Las estadísticas de fallecidos y sus representaciones gráficas no muestran la soledad, la angustia, el dolor o la desesperación. El coronavirus se ha llevado a abuelos, padres e, incluso, hijos. Se ha llevado a sanitarios, farmacéuticos, policías y guardias civiles. Sin contemplaciones, sin miramientos, sin piedad, a veces sin aviso. La muerte ha señalado con predilección un sector de la población especialmente vulnerable: los ancianos, las ancianas. Más del 85% de los fallecidos tenían más de 70 años. Una cruel preferencia. La muerte se está llevando a la generación que vivió la guerra, que padeció la hambruna, que sufrió la dictadura, que luchó por la libertad, que trabajó para que pudiéramos estudiar, que en la crisis de 2008 aportó sus pobres sueldos para ayudar a la familia y que luego luchó, a golpe del bastón en que se apoyaba, por unas pensiones dignas. A ellos y a ellas precisamente. Qué crueldad.
A esas familias que han sido marcadas por la muerte de un ser querido se les habrá helado la sonrisa ante el último meme ingenioso, se les habrá marcado un rictus de angustia ante la última broma. Solo les quedarán como recuerdo las lágrimas y la soledad de su difunto.
Acabo de leer en estos días de encierro la novela de Isabel Allende “Largo pétalo de mar”. Poco antes de morir Roser, la protagonista, le expresa a su marido Víctor Dalmau su deseo más hondo: “No me lleves al hospital por ningún motivo, quiero morir en nuestra cama, tomada de tu mano”. Es comprensible ese deseo de abandonar el mundo de la mano de un ser querido. Y en la propia casa. Muchas personas que nos están dejando en estos días no han tenido esa elemental posibilidad. Se han ido solos entre las frías paredes de un hospital. Tristeza para quien se va. Inmensa tristeza para quienes se quedan.
A continuación, Isabel Allende describe la muerte de Roser con estas palabras: “Víctor se echó a llorar como un crío, con sollozos desesperados. Roser lo dejó llorar hasta que se le agotaron las lágrimas y se fue resignando a aquello que ella había aceptado hacía varios meses. “No voy a permitir que sufras más, Roser”, fue lo único que Víctor pudo ofrecerle. Ella se acurrucó en el hueco de su brazo, tal como hacía cada noche, y se dejó mecer y arrullar hasta que se durmió. Ya estaba oscuro…”. Una forma más digna de morir que la que estamos padeciendo.
Decía el poeta Marco Valerio Marcial, nacido en Bilbilis (la actual Tarragona) en el año 64 después de Cristo: “Más triste que la muerte es la manera de morir”. Pues en el caso de los fallecidos por coronavirus tendremos que reconocer que la soledad y el aislamiento hacen más triste la muerte.
Esta crisis me está desvelando la importancia de lo cotidiano, el valor de lo habitual. Nunca había pensado que algo tan lógico y tan natural como estar al lado de un enfermo, como tomar su mando en los últimos momentos podría estar vedado por una circunstancia como esta. ¿Cómo no dábamos a valor a esa realidad tan elemental, tan necesaria?
Estuve al lado de mis padres en el último instante de su muerte. ¿Qué maldita situación es esta que nos impide estar al lado, tomar la mano y dejar que las lágrimas lleguen pausadas a la sábana que cubre el cuerpo del ser querido cuando se va para siempre?
La muerte es algo excesivo, definitivo, irremediable. Decimos una y otra vez: esto también pasará, saldremos de esta pandemia unidos, venceremos al virus… Y así será. Pero algunos no lo verán. Porque se habrán ido para siempre. Es a ellos y a ellas a quienes deseo dedicar estas líneas. Y a sus familiares que les han dicho adiós agitando el pañuelo desde la lejana orilla. Un adiós definitivo.
Pobres muertos de coronavirus. Pobres familiares y amigos, que no han podido despedirles de una manera digna. Creo que es lo más cruel que nos está deparando la pandemia. Está imponiendo una forma de morir inhumana. Está llevándose a muchas personas mayores y a otros que no lo son tanto de una forma terrible.
Solo se habla del origen de esta crisis a través de mensajes de whastapp. No hay una información oficial sobre tan importante cuestión. Parece que es un tema tabú. ¿Qué sentirían los familiares de los fallecidos si conociesen que la pandemia ha sido diseñada, planificada y extendida como una operación destinada a favorecer el control económico mundial? ¿Cómo perdonar tamaña perversidad? ¿Cómo seguir manteniendo el orgullo de pertenecer al género humano? No hay otra especie animal capaz de imaginar y llevar a cabo un plan tan perverso para sus semejantes. ¿A qué llamamos progreso?¿Qué es el conocimiento sin valores?
No es fácil elaborar el duelo mientras el cadáver de un ser querido se encuentra amontonado con otros cadáveres en una morgue porque las funerarias están saturadas.
Hay muchas personas que están haciendo esfuerzos sobrehumanos para que termine esta pesadilla. Las familias de los fallecidos han hecho la aportación más dolorosa. Sé que estas palabras no significarán ningún consuelo para ellas, sé que ninguna palabra podrá llenar el inmenso vacío que dejó quien se fue para siempre, quien (como se dice en algún país para decir que alguien ha muerto), no volverá a aparecer por ninguna parte. Quiero, no obstante, expresar mis condolencias a los familiares de quienes han fallecido en esta crisis. Quiero acompañarles en el sentimiento de dolor que les invade y en ese inmenso vacío que ha dejado en la familia la ausencia definitiva de quien tanto amaban.
Qué decir de quienes han entregado la vida en acto de servicio, por tratar de salvar la de los demás. Ellos han pagado el más alto precio por la salvación de todos. Saldremos de la crisis, claro que sí. Aunque sin sin ellos y sin ellas. No estarán del todo ausentes, sin embargo, porque su memoria va a quedar grabada en nuestros corazones.
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