Eduardo Galeano escribió hace algunos años un interesante libro, como todos los suyos, que se titula “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”. Viene a decir que el mundo es una escuela en la que se desarrolla un curriculum de lecciones muy diversas. Muchas de ellas conducen a terribles aprendizajes del mal. Otras, por el contrario, son hermosas lecciones que pretenden hacernos mejores .
El coronavirus imparte hoy lecciones gratuitas para todo aquel que quiera aprender. Voy a referirme a cinco, entre muchas otras posibles, que nos brinda a todos y a todas en la enciclopedia de la vida
La primera lección la ha extraído el director de cine David Trueba y tiene que ver con la actitud que está manteniendo Europa sobre la llegada de inmigrantes africanos.
Dice Trueba: “Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la negra sombra de una nueva peste mortal tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales sin piedad y les gritarían: vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad. Si los guionistas quisieran extremar la crueldad, permitirían que algunos europeos, guiados por las mafias extorsionadoras, alcanzaran destinos africanos, y allí los encerrarían en cuarentenas inhóspitas, donde serían despojados de sus pertenencias, de sus afectos, de su dignidad”.
A esto se le llama, dice Trueba, “la tragedia revertida”. Consiste, sencillamente, en tratar de meterse en la piel del otro, del que sufre, del que huye, del que no tiene nada.
La segunda lección tiene que ver con la privatización de la sanidad. He oído (o leído quizás) que hacerse las pruebas de coronavirus en Estados Unidos cuesta una fortuna. Unos tres mil euros, creo. Si tenemos en cuenta que su costo real es de 12 a 14 euros nos daremos cuenta del negocio que supone la sanidad privada.
La privatización de bienes y servicios que promueve la sociedad neoliberal favorece a quienes tienen mayor poder adquisitivo. Si usted tiene dinero, tendrá salud; si no lo tiene, enfermará, no se curará o se morirá. Como pasa en todos los órdenes de la vida con la privatización. Si tienes dinero, tendrás educación, seguridad, información o vivienda… Si no lo tienes, estarás perdido.
Pondré un ejemplo. Si privatizamos un medio de transporte desde Málaga a Santander, la primera parada del recorrido que desparecerá será aquella en la se suben cuatro desgraciados, precisamente la de aquellos que no tienen medios para tener un coche propio o pagarse un taxi. El dueño del negocio lo justificará diciendo que no es rentable porque lo que le importa es la ganancia y ni un bledo aquellos que se quedan en tierra sin soluciones. “No es mi problema”, dirá. Por eso me importa tanto que tengamos un sistema de salud pública que atienda las necesidades de los más pobres, de los más necesitados
La tercera lección me lleva a pensar en el miedo. Alguna de estas ideas me las brinda mi querida amiga Cristina Gutiérrez Lestón, educadora emocional, escritora y directora de La Granja de Palautordera en el Montseny catalán. Dice Cristina que la invasión del Covid-19 no viene sola, la acompaña otra invasión, la del miedo. Como muestra esa imagen de los supermercados donde se aprecia que cuanto más lleno está el carro, más miedo hay en él. El miedo es una emoción natural y primaria, es decir, la sentimos todos los humanos. Su función es la de alejarnos del peligro (real o imaginario) motivo por el cual es muy potente, es decir nos domina fácilmente y toma muchas decisiones por nosotros anulando incluso la razón.
Él se encarga de que hagamos la peor interpretación posible. Además nos paraliza. Es invasivo (se hace cada vez más grande dentro de nosotros) y es contagioso, lo traspasamos a los hijos o a las personas que nos rodean.
Solo hay una manera de superar un miedo, y es afrontándolo con la valentía que todos los humanos también tenemos (a veces escondida, pero está en nuestro interior si la buscamos). El miedo es consecuencia de la falta de información, así que es natural sentir miedo ante este virus, nos falta la información sobre su naturaleza y sobre la posibilidad de que nos afecte a nosotros y en qué medida. Pero es precisamente en estos momentos de temor o incluso de pánico colectivo, cuando podemos dar un importante ejemplo a nuestros hijos e hijas; afrontar el miedo con serenidad para dejar espacio a la razón, y cambiar el yo-yo-yo por un “nosotros”, un nosotros como sociedad, como comunidad o como tribu, porque, juntos, los seres humanos podemos con todo. Dicen que es en los peores momentos cuando se demuestra quiénes somos en realidad.
Los innumerables e ingeniosos mensajes que cruzan las redes suscitan una inteligente sonrisa que puede contribuir a aliviar esa atenazadora sensación de miedo.
La cuarta lección se refiere a la responsabilidad y solidaridad con la que tenemos que afrontar esta crisis. No se trata de responder al lema de sálvese el que pueda sino de `pensar en cómo podemos salvarnos todos y todas. No es cuestión solo de cómo me puedo librar yo del problema sino de qué puedo hacer yo para que todos nos salvemos. Es la hora de la solidaridad, de la responsabilidad, de la búsqueda del bien común.
Este es un momento que puede medir el grado de desarrollo moral de la sociedad. El grado de nuestra responsabilidad en la solución de un problema que nos amenaza y nos afecta a todos.
El pico de contagiados, si es muy grande, satura los Hospitales y centros de salud, dificulta o impide la atención sanitaria no solo a los afectados por este virus sino a los que llegan a urgencias por un accidente, un infarto o un ictus.
Hay cinco medidas que se nos aconsejan, entre otras, y que debemos cumplir a rajatabla, en bien de todos y, en especial, de los grupos más vulnerables. A saber:
– Quedarse en casa. Es preciso evitar reuniones. No se cierran las escuelas y las universidades para reunirse después en un parque o en un bar. No se cierra un estadio de fútbol para aglomerarse luego en las puerta durante el partido.
– Lavarse las manos con frecuencia y no llevar la mano a la cara si no están limpias.
– Cuando se estornuda, no hacerlo en la mano sino en el codo, de modo que se libre a la mano de recibir la saliva.
– Mantenerse a un metro de distancia, no saludarse dándose la mano o con besos en la mejilla porque el contacto puede encerrar riesgos.
– Informarse bien y no dejarse llevar por falsas noticias o por bulos.
Es una responsabilidad ciudadana conocer y seguir las indicaciones sanitarias para que toda la sociedad pueda superar esta grave crisis.
La quinta y última lección que nos da el coronavirus tiene que ver con la valoración de las rutinas cotidianas que tantas veces provocan hastío. ¡Cómo valoramos ahora la normalidad de lo cotidiano! Poder viajar sin miedo, acudir a un concierto, contemplar un partido de fútbol en el estadio, acudir a un centro de ocio, impartir y recibir clases, asistir a jornadas, bailar en una discoteca… serían ahora actividades que nos gustaría realizar con total libertad. Dichosa normalidad. Dichosa rutina.
La crisis relativiza muchos otros problemas que, ahora, nos parecen nimios. Y la crisis puede también unirnos en una causa común que a todos y a todas nos interpela.
Una vez más, nos damos cuenta de lo que es la felicidad por el ruido que hace cuando se va de nuestro lado.
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