Marruecos después del terremoto: de la tragedia a la movilización
No sufrí directamente el terremoto que sacudió la región del Rif, al norte de Marruecos, un 24 de febrero de 2004, pero sí mucha gente que conocí después, principalmente en las ciudades de Alhucemas e Imzouren. En mi pueblo se sintió la sacudida, el miedo, la incomprensión y después, el abandono, pero no fue allí donde al menos unas 631 personas murieron, 926 resultaron heridas y hasta 15.000 quedaron sin hogar. No sería hasta más de una década después que sabría que la falta de previsión y de respuesta estatal había generado tantos daños como el terremoto en sí.
La diáspora se movilizó para conseguir enviar dinero a la tierra que había dejado atrás en busca de un futuro mejor. Fueron estas, las aportaciones del pueblo, las que salvaron al pueblo, pues las muchas ayudas que se anunciaron a bombo y platillo en periódicos y televisiones se debieron quedar por el camino, ya que rara vez llegaron a los afectados.
Doce años después entendí que las consecuencias de aquel terremoto seguían vigentes. No solo por el éxodo emprendido por mucha población rifeña que por miedo a nuevos terremotos, junto a la búsqueda de una vida más vivible, abandonó aquella árida tierra, también porque quienes se quedaron albergaron un sentimiento ya conocido de desamparo y abandono, que aunado a una política crónica de empobrecimiento, de falta de oportunidades, de viviendas y servicios básicos, culminaría en un estallido social.
En 2016 yo estaba en Alhucemas, había bajado a mi tierra para ver, experimentar y apoyar a mi pueblo en un momento histórico, se estaban produciendo las mayores movilizaciones (Hirak) desde las llamadas primaveras árabes que recorrieron muchos países en el 2011. Aunque en el Rif lo llamamos también primavera amazigh, pues el árabe no es el único pueblo que puso la voz, el cuerpo y los muertos.
En ese contexto pude participar y escuchar en las protestas, así como en la asambleas espontáneas, lugares de reivindicación y desahogo, las muchas, históricas y legítimas demandas, entre las que se encontraba reparar el sufrimiento que generó el abandono a las víctimas de aquel terremoto y acabar con una corrupción que había privado a la gente de unas ayudas vitales.
La muerte a manos de las autoridades de un vendedor ambulante había prendido una chispa que llevaba años contenida, tantos años como duraba la humillación y la marginalización que vive este territorio norteafricano. Una política intencionada por la especificidad histórica de un pueblo, el amazigh, con una cultura y una lengua milenaria, que solo el colonialismo español entregaría a la corona real en 1956. Tres décadas antes, España había bombardeado con gases químicos hasta la rendición a la independiente y efímera República del Rif (1921-1926) que cumpliría en estos días 102 años.
Sin embargo, esta política de abandono, aunque específica en la región mencionada, no es diferente de la política que padece el resto de pueblos hermanos. La falta de derechos y libertades, la corrupción sistémica, la represión de activistas y periodistas, la hogra, y la ausencia de servicios básicos como carreteras y hospitales, son paisajes que se repiten a lo largo y ancho del país. Y que se agravan allí donde el turismo rara vez llega.
Estos días en los que las cifras alcanzan ya los 3.000 muertos y los 6.000 heridos a consecuencia del terremoto sufrido el pasado 8 de septiembre al suroeste de Marrakech, ahora que se va imponiendo el silencio y el olvido internacional de lo que ha sido una de las peores tragedias naturales de las últimas décadas, no puedo evitar sino recordar cómo se repiten las dinámicas que causaron tanto sufrimiento, indignación y falsas esperanzas.
La falta de previsión volvió a ser el error inicial de un territorio que lleva sufriendo terremotos desde hace siglos. A esto, le siguió la ausencia de reacción estatal en las primeras 24 horas (que no así de una ciudadanía que reaccionó inmediatamente), las que son consideradas por los especialistas fundamentales para rescatar a personas afectadas. La ya mencionada carencias de infraestructuras básicas, especialmente para aquellos situados nuevamente en las regiones más rurales y en las que, casualmente, no se habla la lengua oficial del Estado. Y, por último, pero no menos importante, los millones prometidos por quienes además de gobernar el país desde siempre poseen las mayores fortunas de todo el continente africano.
Lo que rea
Marruecos después del terremoto: de la tragedia a la movilización
No sufrí directamente el terremoto que sacudió la región del Rif, al norte de Marruecos, un 24 de febrero de 2004, pero sí mucha gente que conocí después, principalmente en las ciudades de Alhucemas e Imzouren. En mi pueblo se sintió la sacudida, el miedo, la incomprensión y después, el abandono, pero no fue allí donde al menos unas 631 personas murieron, 926 resultaron heridas y hasta 15.000 quedaron sin hogar. No sería hasta más de una década después que sabría que la falta de previsión y de respuesta estatal había generado tantos daños como el terremoto en sí.
La diáspora se movilizó para conseguir enviar dinero a la tierra que había dejado atrás en busca de un futuro mejor. Fueron estas, las aportaciones del pueblo, las que salvaron al pueblo, pues las muchas ayudas que se anunciaron a bombo y platillo en periódicos y televisiones se debieron quedar por el camino, ya que rara vez llegaron a los afectados.
Doce años después entendí que las consecuencias de aquel terremoto seguían vigentes. No solo por el éxodo emprendido por mucha población rifeña que por miedo a nuevos terremotos, junto a la búsqueda de una vida más vivible, abandonó aquella árida tierra, también porque quienes se quedaron albergaron un sentimiento ya conocido de desamparo y abandono, que aunado a una política crónica de empobrecimiento, de falta de oportunidades, de viviendas y servicios básicos, culminaría en un estallido social.
En 2016 yo estaba en Alhucemas, había bajado a mi tierra para ver, experimentar y apoyar a mi pueblo en un momento histórico, se estaban produciendo las mayores movilizaciones (Hirak) desde las llamadas primaveras árabes que recorrieron muchos países en el 2011. Aunque en el Rif lo llamamos también primavera amazigh, pues el árabe no es el único pueblo que puso la voz, el cuerpo y los muertos.
En ese contexto pude participar y escuchar en las protestas, así como en la asambleas espontáneas, lugares de reivindicación y desahogo, las muchas, históricas y legítimas demandas, entre las que se encontraba reparar el sufrimiento que generó el abandono a las víctimas de aquel terremoto y acabar con una corrupción que había privado a la gente de unas ayudas vitales.
La muerte a manos de las autoridades de un vendedor ambulante había prendido una chispa que llevaba años contenida, tantos años como duraba la humillación y la marginalización que vive este territorio norteafricano. Una política intencionada por la especificidad histórica de un pueblo, el amazigh, con una cultura y una lengua milenaria, que solo el colonialismo español entregaría a la corona real en 1956. Tres décadas antes, España había bombardeado con gases químicos hasta la rendición a la independiente y efímera República del Rif (1921-1926) que cumpliría en estos días 102 años.
Sin embargo, esta política de abandono, aunque específica en la región mencionada, no es diferente de la política que padece el resto de pueblos hermanos. La falta de derechos y libertades, la corrupción sistémica, la represión de activistas y periodistas, la hogra, y la ausencia de servicios básicos como carreteras y hospitales, son paisajes que se repiten a lo largo y ancho del país. Y que se agravan allí donde el turismo rara vez llega.
Estos días en los que las cifras alcanzan ya los 3.000 muertos y los 6.000 heridos a consecuencia del terremoto sufrido el pasado 8 de septiembre al suroeste de Marrakech, ahora que se va imponiendo el silencio y el olvido internacional de lo que ha sido una de las peores tragedias naturales de las últimas décadas, no puedo evitar sino recordar cómo se repiten las dinámicas que causaron tanto sufrimiento, indignación y falsas esperanzas.
La falta de previsión volvió a ser el error inicial de un territorio que lleva sufriendo terremotos desde hace siglos. A esto, le siguió la ausencia de reacción estatal en las primeras 24 horas (que no así de una ciudadanía que reaccionó inmediatamente), las que son consideradas por los especialistas fundamentales para rescatar a personas afectadas. La ya mencionada carencias de infraestructuras básicas, especialmente para aquellos situados nuevamente en las regiones más rurales y en las que, casualmente, no se habla la lengua oficial del Estado. Y, por último, pero no menos importante, los millones prometidos por quienes además de gobernar el país desde siempre poseen las mayores fortunas de todo el continente africano.
Lo que realmente temen estos mandatarios no son las tragedias naturales, puesto que a ellos siempre les pilla lejos, no solo geográficamente, también moral y económicamente. Lo que realmente temen es ver cómo la ciudadanía va perdiéndolo todo y con ello el poco miedo que le queda. Esto es algo que se puede palpar en las retransmisiones que estos días vemos a través de las redes sociales. Porque es aquí y ahora, en estas circunstancias, donde germinan las semillas que mañana volverán a poner la voz y el cuerpo por un país mejor.
lmente temen estos mandatarios no son las tragedias naturales, puesto que a ellos siempre les pilla lejos, no solo geográficamente, también moral y económicamente. Lo que realmente temen es ver cómo la ciudadanía va perdiéndolo todo y con ello el poco miedo que le queda. Esto es algo que se puede palpar en las retransmisiones que estos días vemos a través de las redes sociales. Porque es aquí y ahora, en estas circunstancias, donde germinan las semillas que mañana volverán a poner la voz y el cuerpo por un país mejor.
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