La experiencia desencajada de la migración de una ucraniana en España
Ayer Clara Obligado nos contaba en ‘El Asombrario’ su experiencia como exilada. Hoy nos detenemos en la joven ucraniana Margaryta Yakovenko, autora de ‘Desencajada’, la dura experiencia de la migración. “Mi madre cree que hasta las plantas de aquel pueblo de Murcia habían sido pensadas para herir”. ‘Desencajada’ es un libro necesario porque Yakovenko es un prodigio como observadora, y su boca es un nido de realismo deslumbrante. Yakovenko ejecuta, con una maestría poco común en alguien que comienza, su propia autopsia. Y vence la brutalidad desde el estoicismo más extremo.
Desandar es, sin duda, la palabra clave de esta conmovedora y exacta confesión literaria escrita por Margaryta Yakovenko (Ucrania, 1992). Un texto que hibrida desarraigo con tesón emocional hasta llevar al lector hacia una huida poco romántica, pero completamente eficaz. Desencajada es ácido literario, la desmitificación absoluta de ese exilio hermoso y nevado que ofrecieron otros escritores venidos del frío aliento socialista, del insaciable aliento comunista:
“Si a la Madre Patria le hubieran puesto un útero dentro, este sería de titanio”.
Yakovenko ejecuta, con una maestría poco común en alguien que comienza, su propia autopsia. No le teme a su carne ni a su sangre, no le teme a sus vísceras ni a sus músculos, ni siquiera le teme a su memoria, una niña superdotada con memoria fotográfica. Desencajada es una historia con esa estética que solo les resulta útil a los perdedores que están orgullosos de pertenecer a esa estirpe. Una historia de héroes cuyos nombres no aparecerán en los libros de texto, en las televisiones, ni siquiera en la siempre imaginativa Wikipedia. Héroes cuyos estómagos gritan de hambre, cuyas manos se deshacen y se hacen viejas asfixiadas por el tufo de la lejía. De héroes que no saben abrazar a sus hijas porque el cansancio devora su camino hacia la ternura.
Desencajada es un libro necesario porque Yakovenko es un prodigio como observadora, y su boca es un nido de realismo deslumbrante. Nombra la verdad y la mentira a través de ideas e imágenes increíbles, a través de una perseverancia que es usada una y otra vez para demostrar que la desesperación de un inmigrante es una pena de muerte en la que participan elementos que deberían liberarle.
El mar, el aire, las farolas o las calles desiertas de la ciudad que te acoge son expuestos en estas páginas como despiadados y eficaces verdugos:
“Mi madre cree que hasta las plantas de aquel pueblo de Murcia habían sido pensadas para herir”.
“Es el olor de un mar en el que tienes que esforzarte para poder ahogarte. Es un mar que no arrastra, cuyas aguas reposan, un mar que desespera por su pereza”.
Yakovenko posee ese desparpajo intrínseco a los desdichados que, a pesar de todo, jamás negociarán con la tristeza que se ha enamorado de su porvenir. En este libro cada emoción es una pieza innegociable:
“Los hijos de migrantes siempre viven mejor que sus padres porque sus padres son la clase más baja en la escala social”.
“Yo tenía que ser perfecta porque ellos habían soportado toda clase de degradaciones por mí”.
A Yakovenko su condición de migrante no la amilana, no ralentiza su lengua que es un látigo hermoso y certero:
“Para todos los migrantes, del primero al último, el futuro es maravilloso”.
“Años más tarde descubrí que nuestra suerte no era sino el fruto de una gran tanda de legalizaciones masivas llevadas a cabo por el Gobierno de José María Aznar con el único propósito de reclutar mano de obra para alimentar la burbuja inmobiliaria”.
Eleva la dureza enquistada de los que reconocen el fracaso generacional a una forma de belleza que rara vez se ve en la literatura contemporánea, tan políticamente correcta o tan histriónica, tan de marketing y espejismos, y para ello observa a la mujer que alimenta a la madre y también focaliza a la madre que día a día deja morir de hambre a la mujer. Los migrantes están alejados de cualquier dualidad vital si no es para romperse el espinazo en pluriempleos que se parecen demasiado a campos de concentración.
Los migrantes son siempre seres vencidos, sus planes son siempre fruto de la tiranía de todos, de los que les obligan a huir y de aquellos que los reciben para convertirlos en eternos errantes emocionales.
Desencajada es un libro duro a pesar del tono lento y educado con que la narradora va trasladando los ecos de su memoria página a página. Es un libro de desamor, de pérdida, porque el migrante siempre es válido si no quiere colgarse a la ramas de tu árbol genealógico, de proezas y de niñas que se convierten en mujeres que solo desean volver a ser niñas a pesar de que su infancia haya sido supervisada solo por fantasmas.
Desencajada está lleno de alarmantes signos de violencia mental contra la buena suerte que le ha tocado vivir a su narradora. Yakovenko es una Pandora en apariencia neutral que más temprano que tarde acabará abriendo su valiosa caja.
Es un ejercicio de honestidad extrema, un objeto lleno de enigmas congelados que buscan su minuto de gloria sobre el cuerpo y la mirada de su protagonista. Es vencer la brutalidad desde el estoicismo extremo.
No dejen de leer este libro, porque Desencajada es quizás uno de los diarios más enérgicos, sinceros y explícitos con los que me he topado.
No dejen de leer este libro porque aquel o aquella que tiene capacidad para volver al infierno debe convertirse de manera inmediata en nuestro predilecto ángel de la guarda.
‘Desencajada’. Margaryta Yakovenko. Caballo de Troya. 122 páginas.
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